Lecturas recomendadas

El que controla al lenguaje controla al mundo. – Doug Vaughn [1]



Sobre el lenguaje

Thomas Szasz: Anti-Freud: Karl Kraus’s criticism of psychoanalysis and psychiatry (NY: Syracuse University Press, 1990).

George Orwell: 1984 (Barcelona: Ediciones Destino).

La crítica al lenguaje es la más radical de todas las críticas. Éstos son los primeros libros de mi lista porque si en nuestro vocabulario no arrancamos de raíz la nuevahabla de siquiatras, sicoanalistas y sicólogos clínicos nos será imposible entender los problemas familiares, sociales, económicos y existenciales que todos tenemos. La psicohistoria y especialmente la psicología intuitiva (a la que sí escribo con «p») son suficientes para abordar la patología humana. Las ideologías siquiátricas y sicoanalíticas, y en especial el lenguaje de las mismas, sólo mixtifican y envilecen el entendimiento de nosotros mismos. Nos hacen ver una realidad virtual que no existe. «Hay que resucitar al alma humana del sepulcro terapéutico en el que ha sido enterrada por nuestra era tecnológica», nos dice Szasz.

El libro de Szasz trata sobre Karl Kraus, un periodista que floreció en la Viena de Freud. Kraus fue el gran moralista de su época, tanto así que algunos le llamaron Casandra. Percibió la amenaza que la nuevahabla de la siquiatría y el sicoanálisis representaba para la salud de la cultura europea. Trató de denunciarla en su revista Die Fackel (La antorcha), pero sus admoniciones cayeron en oídos sordos. Kraus escribió: «Existe una tendencia médica en la actualidad de aplicar términos técnicos al alma. Como todas las analogías entre cosas distintas esto es una broma, quizá la mejor broma que el materialismo ha producido». Y también: «Se dice que se ha decidido desde lo alto disolver a la siquiatría como ciencia y como profesión y permitir su existencia sólo de manera modesta, como una fe. ¡Basta ya de esta farsa que ha engañado a la humanidad por tanto tiempo!»[2] Szasz comenta: «Medio siglo antes de Orwell, Kraus luchó contra los novohablistas de su tiempo. En su lista de novohablistas sobresalían Freud y el sicoanálisis. Es imposible entender al sicoanálisis o a la crítica que Kraus le hizo sin entender la plataforma de la que parte Kraus: la relación entre el respeto al lenguaje y el respeto a las personas».

Orwell quería titular The last man a su último y más importante libro, pero pasó a la posteridad como Nineteen eighty four.

Hay quienes mantienen que 1984 no es meramente un ataque al bolchevismo y al fascismo, sino que Orwell trató de advertirnos cómo sería el totalitarismo en Inglaterra y Estados Unidos si las fuerzas del colectivismo de su época continuaran irrefrenables. En su novela, el superestado llamado Oceanía comprendía al Reino Unido y a toda América. En los 1940 Orwell escribió que sus conciudadanos no tenían idea que se dirigían hacia «el verdadero ambiente totalitario en el que el Estado se esfuerza por controlar las ideas y las palabras de la gente».[3] Más de medio siglo después de su publicación es inquietante que, de las casi quinientas reseñas de 1984 que he leído en Amazon Books, nadie haya percibido que la siquiatría representa esas fuerzas colectivistas. Un poder mórfico ha dormido incluso a los libertarios que aman esta gran novela.

Sugeriría leer Anti-Freud conjuntamente con 1984, incluyendo el apéndice de la novela orwelliana «Los fundamentos de la nuevahabla».[4]


Sobre la importancia de la autobiografía vindicativa

John Modrow: How to become a schizophrenic: the case against biological psychiatry (New York: Writers Club Press, 2003).

La psicohistoria y la autobiografía son suficientes para entender el alma humana, pero no cualquier tipo de autobiografía. Llamo «autobiografía vindicativa» a un género innovador que demuestra subjetivamente la vigencia del modelo del trauma y su relevancia para la civilización.

En lugar de listar un tratado académico de Lidz, Laing o Arieti sobre padres enloquecedores, recomiendo el libro de un autobiógrafo vindicativo que no tiene título académico alguno. ¿Por qué? Porque, a diferencia de la ciencia empírica, el universo subjetivo sólo puede ser cabalmente comprendido desde el universo subjetivo mismo.

El libro de Modrow consiste de una parte autobiográfica sobre su martirio psicológico en una familia abusiva y de un enjuiciamiento muy duro a la siquiatría. Comparado con, digamos, un ensayo brillante de Laing sobre la locura, Modrow nos explica desde su propia vivencia subjetiva cómo fue que, debido a las palizas psicológicas que le propinaron sus padres, perdió la razón (antes de recuperarla y poder escribir sobre su experiencia). En la parte autobiográfica de su libro Modrow nos habla de un tema fundamental: el daño psicológico masivo que produjo el estigma «esquizofrénico» en el muchacho que fue. Dado el valor único que en el estudio de la psique humana tiene el viaje al espacio interior, el autoanálisis de Modrow debiera ser un paradigma para entender a los adolescentes que sus padres enloquecen. El finado Robert Baker, profesor de sicología a quien conocí personalmente, dijo sobre Modrow: «Aunque no reconocido ni apreciado, es quizá la mayor autoridad del mundo sobre la locura».[5]

El libro de Modrow contiene además una de las críticas más completas que conozco de las teorías biosiquiátricas sobre la «esquizofrenia». Al igual que Modelos de locura, que contiene artículos de veintitrés profesionales en salud mental y que reseñaré más adelante, Modrow rebate las teorías que van desde los supuestos defectos anatómicos a quienes se les ha diagnosticado de esquizofrenia, hasta los supuestos defectos bioquímicos y genéticos. Con la excepción de la teoría de la dopamina, los mismos siquiatras han perdido la fe en la mayoría de estas teorías biológicas.

Creo que el libro de Modrow es la autobiografía más importante que se ha publicado en inglés. De todos los libros que se han escrito éste es uno de los contados que calan hondo sobre qué siente la víctima de vapuleo parental. Junto con los de Alice Miller, el libro de Modrow es el único que llega a la médula del dolor del niño o jovencito martirizado en casa: dolor que le hace perder la razón. Sullivan, Lidz, Laing y Arieti, profesionales que jamás perdieron el juicio, se quedaron cortos en sus intentos de describir qué siente el alma infantil ante la crueldad parental; y el libro de Susan Forward que reseñaré aquí se limita a sus pacientes neuróticos que lograron hacer carreras; no habla de quienes han tenido quebrantos psicóticos y quedaron en la marginación.


Sobre el sicoanálisis y las sicoterapias

Jeffrey Masson: Juicio a la sicoterapia [título original: Against therapy]: la tiranía emocional y el mito de la sanación sicológica (Santiago: Cuatro Vientos, 1993).

—————–: Final analysis: the making and unmaking of a psychoanalyst (London: HarperCollins, 1991).

«Todos deberían saber que el entrar al consultorio de un sicoterapeuta, sea cual sea la escuela de este último, significa ingresar a un mundo donde es posible que se les dañe gravemente».[7] Estas palabras me hicieron recapacitar tanto; me hicieron cuestionarme tantas cosas que daba por sentado, que debo idear una fábula.

Había una vez un pez que nadaba alegremente en una laguna. Un día el pez se sintió muy mal. Una fábrica, cuyos dueños parecían monos desnudos, vertía desperdicios en la laguna. A los monos de la fábrica, que eran más inteligentes que el pez, les convenía que el pez no descubriera la existencia de la fábrica. Desde debajo del agua el pez consultó al mono aconsejador de los animales, quien le dijo que su malestar se debía a su cerebro, y además le dijo que su alma estaba llena de complejos y de histerias. El pez le creyó al mono aconsejador. No podía imaginar que nada malo había en él, sino que el mono lo había engañado. Sólo el ver la fábrica desde afuera de la laguna lo habría desengañado. Pero un pez no puede salir del agua y ver la verdad. El agua es la matriz del mundo piscícola, y el pez nunca se enteró que en el agua había una sustancia muy mala. Murió junto con los demás animales de la laguna mientras los monos desnudos se hicieron ricos con los productos de la fábrica.

Moraleja: Lo más difícil para un pez es hacer la crítica del agua.

La sicoterapia es una profesión aceptada y respetada por la sociedad. Es parte de la matriz cultural en la que respiramos, vivimos y en la que nos movemos todos los días. En este instante muchos terapeutas le están diciendo a sus clientes que sus malestares se deben a sus cerebros, o que sus mentes están llenas de complejos y de histerias. Los clientes les creen a los terapeutas. No pueden imaginar que nada malo hay en ellos, sino que el terapeuta los ha engañado. Sólo el ver la sociedad desde afuera de la cultura los desengañaría. Pero su condición de humanos no les permite salir del sistema y ver la verdad. La cultura es la matriz del mundo humano. Lo más difícil es hacer una crítica de la cultura en turno, que nos envuelve tanto como el agua al pez.

Gracias a estos dos libros de Jeffrey Masson salí, cual anfibio, de la laguna y pude ver no sólo que el medio nos envenena, sino que las «sicoterapias» mismas pueden ser algo muy tóxico. Sin estos libros no habría comprendido lo que me pasó con Amara y con otros terapeutas con quienes intenté hablar, dentro y fuera de sus consultorios, sobre lo que sucedía en mi familia. Como Freud ofendió a Dora, casi todo intento de comunicación con ellos resultó en ofensas hacia mi persona (acerca de lo que hablaré en otro lugar).

Confieso que he tenido acaloradas discusiones sobre la conveniencia de las sicoterapias con Corina: la misma hermana que me reveló aquello de las drogas en las comidas que me ponía mi madre. Debido al hecho que algunos siquiatras y sicoterapeutas la ayudaron durante sus conflictos con nuestros padres, mi hermana cree que exagero demasiado al rechazar a una profesión en su totalidad.

Pero el rechazo es pertinente y debo justificarlo.

En primer lugar, hay que distinguir entre siquiatría, sicoanálisis y sicoterapia por un lado; y siquiatras, analistas y terapeutas por otro. Lo primero es una profesión yatrogénica, al menos en su forma actual. Lo segundo son individuos concretos. Si los profesionales que mi hermana consultó se mostraron comprensivos al apoyarla en su conflicto familiar se debió a que hicieron a un lado sus doctrinas y la trataron como persona. En otras palabras, se portaron humanamente porque desobedecieron la consigna de medicar siquiátricamente, o interpretar analíticamente, los problemas de una hija con sus padres. Los profesionales que consultó mi hermana colgaron momentáneamente sus batas de médicos, por así decirlo, y la trataron con sentido común. Lo hicieron porque lo que ella les contó, la intolerancia de nuestra madre hacia su divorcio, es un tema tan simple que hasta los terapeutas fueron capaces de entender. Lo que mucha gente no entiende es que cualquier persona, incluso una persona iletrada, puede escucharnos en problemas de divorcio y darnos el oído que tanto necesitamos, y sin que le paguemos. No son necesarios los títulos para convertirse en el confidente de otra persona. Al contrario: dadas las consignas terapéuticas, medicar o interpretar, los títulos pueden ser contraproducentes.

Por otra parte, el hecho que algunos terapeutas se confabulen con los padres para torturar a un hijo con drogas debiera hacernos ver con desconfianza a todos los terapeutas por la simple razón que no han denunciado este tipo de crímenes. Es muy significativo, nos dice Masson en Juicio a la sicoterapia, que ni siquiera las llamadas terapeutas radicales o terapeutas feministas hayan denunciado al electroshock. Si el terapeuta del que contratamos sus servicios no denuncia a sus colegas ¿cómo estar seguro que no se comportará como un Amara se portó conmigo? La siguiente es mi prueba de ácido para recomendar o no a un sicoterapeuta:

¿Has publicado sobre los padres que destruyeron las vidas de tus clientes? ¿Has denunciado en los medios a tus colegas que prescriben drogas siquiátricas? Enfatizo «en los medios» porque muchos terapeutas critican casualmente a los abusivos padres o a los siquiatras «pastilleros» a puerta cerrada en sus consultorios, pero no se atreven hacerlo en público. En mi caso, si hubiera habido un solo terapeuta que le advirtiera a mis padres del peligro que entrañaba la terapia de Amara, podría haberme salvado. Pero nadie les dijo nada, ni dentro ni fuera de los consultorios. El mismo sicoanalista que consultaron mis padres a principios de 1976, por cierto, padre de uno de mis compañeros de la escuela primaria y del que tendré que decir un par de cosas en otro de mis libros, elogió la decisión de mis padres de haber escogido a Amara como mi «analista». Su actitud fue pura complicidad con el status quo criminal. Sólo alguien que denuncia en público los crímenes de la profesión puede proveer el sello de garantía de que en privado tratará a un chico con algo de compasión.

Como viñeta personal quisiera decir que en un restaurante cierta vez vi que quien se sentaba en la mesa de al lado tenía un grueso tratado de siquiatría. Lo abordé y le pregunté por qué en México la información sobre las lobotomías es tan difícil de obtener, y le mencioné mi experiencia con la Secretaría de Salud. Para mi sorpresa, el desconocido me dijo que no era siquiatra sino sicoanalista, y justificó al ciento por ciento la lobotomía hablándome de cómo inició la práctica en los años treinta. El punto de la anécdota no es que algunos analistas discrepen de este colega, sino que existen sicoanalistas que creen en la necesidad de esta mutilación cerebral.

En mi discusión con mi hermana hay algo más. Incluso si algunos sicoterapeutas reprueban la drogadicción involuntaria de los jóvenes hay que recordar que los análisis «puros», es decir sin drogas, también pueden ser tóxicos. Considérese el hecho, por ejemplo, que para los sicoanalistas el ensayo de Freud sobre Dora es el mejor de los estudios freudianos sobre cualquier persona. ¡Cómo estarán los otros! Dora no ha sido el único caso de yatrogenia puramente sicoterapéutica en la profesión. Desde 1900 en que Freud vio a Dora ha ocurrido tanto abuso, tanto daño moral en las terapias, que tengo pocas dudas de que mi hermana corrió con suerte.

Jeffrey Masson, que al momento de escribir vive en Nueva Zelanda, fue un analista. De hecho, fue un gran apasionado del sicoanálisis y llegó tan alto en su carrera que iba a heredar la dirección de los Archivos Freud en Londres. Pero abandonó su profesión al descubrir que el análisis y la sicoterapia «puros» dañaban más que ayudaban. Masson nos cuenta la odisea de esta revelación en Final analysis: una autobiografía que se lee como una entretenidísima novela. Él me convenció que el 100 por ciento de las escuelas de sicoanálisis, y el 99.9 por ciento de las escuelas de sicoterapia, no han roto con las fuerzas sociales que dieron nacimiento a la siquiatría. Ya he dicho que tanto el siquiatra como el sicoterapeuta tienen algo en común: ambos ubican el problema en la víctima del medio insultante, en su cuerpo o en su mente respectivamente (como en mi fábula). Ninguno es el ingeniero social que propone cambios en el medio. Aquellos que aún creen que la sicoterapia y la siquiatría son cosas esencialmente distintas se beneficiarán leyendo los libros de Masson. Todo siquiatra que culpe a nuestros genes, y toda sicoterapeuta que culpe a nuestras mentes, es agente del status quo. Podría decirse que la sicoterapeuta es la little sister de Big Brother: el siquiatra.

Hay una razón de otra índole sobre por qué la llamada sicoterapia representa un mal para la salud de nuestra cultura. Muchas veces me he preguntado por qué el género de la autobiografía vindicativa, como el que apenas he iniciado con dos libros, aún no se ha desarrollado. Una posible explicación es que el sicoanálisis fue una de las ideologías que infectó al siglo, y la creencia popular que las tragedias de la vida han de contarse a un (supuesto) profesional interrumpió el desarrollo de la confesión secular que venía gestándose desde el Romanticismo. En otras palabras, si de adulto hubiera caído en la trampa de analizarme, digamos, con una terapeuta comprensiva y distinta a Amara, este libro podría no haber sido escrito. Habría querido desahogarme con una de ésas que lucran escuchando a las víctimas del sistema familiar sin mover un dedo por el cambio social. El contar nuestras penas a puerta cerrada en lugar de pasarlas al papel y eventualmente publicarlas hace que jamás salgan a la luz los horrores de la familia, y en particular de la familia burguesa con toda su hipocresía e interés en guardar las apariencias. Muy complacido me sentí al notar en la posdata a la segunda edición en inglés de Juicio a la sicoterapia que Masson concluye su libro aconsejando a sus lectores que, en lugar de buscar terapia en una figura maternal, mejor escriban sus autobiografías. Sólo esa catársis puede conducir a que la sociedad se repiense a sí misma.


Louis Breger: Freud, el genio y sus sombras (Barcelona: Javier Vergara, 2001).

Cuando discuto en cafés advierto que es imposible manchar el aura que Sigmund Freud tiene en la opinión pública. Las siniestras revelaciones sobre la vida de Freud no la afectan. La gente parece creer que el sistema freudiano es ajeno a los defectos de su fundador, a quien ven como una blanca flor de loto que flota incólume sobre el fango de mis acusaciones.

A mi juicio, en lugar de enfrascarse en discusiones escolásticas sobre las teorías de un pensador influyente es mejor tomar nota de los hechos de su vida. Los hechos hablan de manera más elocuente sobre las bondades o deficiencias de un individuo y su sistema que las ideas que éste y sus discípulos pregonen. Vale más conocer los hechos perpetrados por los cristianos azuzados por Agustín que sus tratados teológicos. Vale más conocer los hechos perpetrados por los comunistas azuzados por Lenin que sus tratados ideológicos. Asimismo, más vale conocer los hechos de la vida real de Freud que sus tratados analíticos. Freud: el genio y sus sombras fue publicado en 2000 en inglés y al siguiente año en español. A lo largo de cientos de páginas, Louis Breger desmitifica a Freud. Lo hace de forma tan docta y ecuánime que recomiendo esta lectura a los candidatos a analistas a quienes se les oculta este tipo de literatura en sus cursos.

A fin de apostillar mi pequeña discusión con mi hermana, es importante notar algo que en esta biografía se menciona sobre varios casos de consulta con Freud. Breger muestra que Freud sólo ayudó a sus clientes cuando hizo a un lado su teoría analítica y trató al cliente con empatía y sentido común.[8]


Susan Forward: Padres que odian [título original: Toxic parents]. (México: Grijalbo Mondadori, 2002).

Al hablar de los libros de Masson reconocí que existe una excepción del 0.1 por ciento sobre lo que dije de la sicoterapia. Esta excepción es la terapia de aquellos profesionales que enfocan sus esfuerzos en el trauma ocasionado por el maltrato parental: lo diametralmente opuesto de lo que me hizo Amara. En términos generales no recomendaría la sicoterapia a nadie. Entrar al consultorio de un sicoterapeuta significa ingresar a un mundo donde es posible que se nos dañe gravemente: algo que tuve el infortunio de comprobar. Partiendo de mi prueba de tornasol podría decir que no sé de ningún terapeuta en México que se haya opuesto públicamente a las drogas siquiátricas. Pero la excepción, el terapeuta benigno, existe. En Estados Unidos algunas de estas excepciones son Susan Forward y Peter Breggin.

En este punto difiero de Forward. En su libro aconseja alegremente a sus lectores que vayan con sicoterapeutas siempre y cuando no sean freudianos (en otro de sus libros incluye a los siquiatras). Pero omite decir que no sólo las terapias que niegan la realidad del incesto parental, como las freudianas, son nocivas. Amara es frommiano, y su consejo a sus clientas de poner drogas en los desayunos del adolescente rebelde me resultó infinitamente más nocivo que la terapia del freudiano más ortodoxo. Pero para ser justo con Forward debo constatar que ella ha ayudado a algunas personas en terapias de grupo sacando a la luz las horribles historias de sus vidas. Tan públicamente denuncia Forward a los padres que trastornan a sus hijos que en la ciudad de Los Ángeles tenía un programa de radio en que hablaba sobre el tema. Comparado al programa de Amara en México, el programa de Forward era su antítesis.

El libro de Forward sobre los «padres tóxicos» está escrito en un español tan sencillo que cualquiera que sepa leer podrá entenderlo.


Sobre la seudo-cientificidad de la siquiatría

Colin Ross and Alvin Pam (eds.): Pseudoscience in biological psychiatry: blaming the body (NY: Wiley & Sons, 1995).

Elliot Valenstein: Blaming the brain: the truth about drugs and mental health (NY: The Free Press, 1998).

Lo más difícil para un pez es hacer la crítica del agua. Lo más difícil para un soñante es despertar de la matriz. Y lo más difícil de todo, más aún que cuestionar la validez de la sicoterapia, es desenmascarar a una «ciencia» que se les enseña a los estudiantes de medicina alrededor del mundo.

Los siquiatras decimonónicos tuvieron el genio político de percatarse que la ciencia iba a ser el paradigma del futuro. Por eso invistieron a su ideología con ropaje científico. El doctor Alvin Pam nos advierte: «Lo que quiero decir es mucho más fundamental: la psiquiatría biológica no puede cumplir adecuadamente su misión porque en su estado actual tiene más la vestidura de una disciplina científica que la sustancia de la misma. Seguramente algunos se sorprenderán ante esta afirmación. El objetivo de este capítulo será precisamente mostrar las bases de tal afirmación iconoclástica».[9]

El Homo videns que a diario enchufa su mente al televisor oye cosas como las siguientes: «Se ha descubierto el gen que causa la depresión»; «Le dieron el Nobel a un eminente médico por sus investigaciones de la dopamina, que algunos siquiatras relacionan con la esquizofrenia»; «La esquizofrenia es una enfermedad cerebral comprobada»; «Van Gogh y otros artistas padecieron de esa terrible enfermedad»; «Las autoridades de salud recomiendan metilfenidato para los niños hiperactivos»; «El alcoholismo es una enfermedad y el autismo tiene un origen genético»; «La depresión es una falla de la química, no del carácter»; «Estudios de gemelos idénticos han demostrado que las enfermedades mentales son hereditarias». El Homo videns puede escuchar aseveraciones aún más técnicas que se hacen con un absoluto aire de cientificidad: «El funcionamiento alterado del grupo de neurotrasmisores llamados monoaminos como la epinefrina, dopamina, norepinefrina y serotonina, particularmente estos dos últimos, causa la depresión», o «En la orina de los esquizofrénicos paranoides se ha encontrado una excreción elevada de una amina endógena llamada feniletilamina». A diario oímos estas cosas como si fueran hechos científicos firmemente establecidos.

En 1997 la Administración de Alimentos y Medicinas (FDA por sus siglas en inglés) legalizó en Estados Unidos los comerciales televisivos y radiofónicos de drogas siquiátricas, y millones de televidentes fueron implantados con la idea de que la depresión es una enfermedad como cualquier otra que puede tratarse con medicinas. Pero a nadie parece importarle que su doctor le haya prescrito una droga para cambiar la química de su cerebro sin jamás haber examinado su cerebro. Ante tal propaganda mediática no me extraña que, cuando un francotirador comenzó a asesinar serialmente a algunas personas en Washington, no faltó quien opinara que su problema mental era biológico ¡antes de que la policía lo identificara!

El Homo videns también puede escuchar declaraciones muy simples en la pantalla grande. En el tiempo en que escribí este libro se estrenaron películas con estrellas de cine del calibre de Bruce Willis, Michael Douglas, Andy García y Russell Crowe: The sixth sense, Don’t say a word, The unsaid y A beautiful mind. Los sicoterapeutas y siquiatras son los buenos de la película. Lo que en Don’t say a word Michael Douglas le dice a una jovencita prisionera en un siquiátrico es proverbial: «Nadie está aquí sin alguna razón».

A beautiful mind se basó en un hecho de la vida real, pero fue hermoseado con muchas mentiras piadosas para ganar el Oscar. El John Nash real, el matemático que Russell Crowe representó, dijo que Hollywood lo había puesto tomando neurolépticos cuando la verdad es que al recibir el Premio Nobel no los había tomado desde 1970, esto es, por decenios. El no dañar más a su cerebro después del encarnizamiento terapéutico que sufrió en el siquiátrico ayudó a Nash a recuperar el juicio. En la película pudimos ver los ataques convulsivos que Nash sufrió por la terapia maratónica del coma insulínico que le aplicaron. Pero los guionistas de Hollywood omitieron decir que esa terapia resulta en una suerte de muerte cerebral similar a la muerte por ahorcamiento. «Ocasionalmente uno puede recobrarse después de haber sido colgado» dice Marie Beynon Ray, autora de un libro sobre la siquiatría. «¿Pero al lunático se le cuelga, y cuelga, y cuelga?»[10] A beautiful mind nos muestra que el director del siquiátrico le explica a la señora Nash la necesidad de aplicarle el maratón de la muerte a su esposo, y como este doctor es interpretado elegantemente por Christopher Plummer la audiencia no se percata del crimen. La película nos oculta además la infancia de Nash: una ventana a su mundo interior que nos habría dado la pista de por qué más tarde se refugió en delirios de grandeza. Quien vive inmerso en la matriz del mercado no se percata que la siquiatría que ve en el cine sólo existe en las películas. Tampoco se percata que los terapeutas de la vida real que ve en la televisión no representan a una profesión legítima, sino que son médicos que se han autoengañado para lucrar. Lo más difícil de todo es detectar los autoengaños de los doctos y de los profesores de universidad.

Por encuestas se sabe que la masa tiende a depositar su fe en los profesores y desconfiar de los políticos. Este es el error que explica la existencia de una Inquisición en nuestros días. Muchos profesores son criminales. «El criminal de los criminales es el filósofo» dijo Nietzsche. Es el profesor, el médico, el teólogo, el autor intelectual de los crímenes más horrendos de la historia. Basta recordar que en sus escritos los dos más grandes teólogos de la cristiandad, Agustín y Tomás, idearon y aprobaron la persecución de los disidentes por la iglesia oficial. Lo mismo puede decirse de Sartre y de muchos profesores universitarios de izquierda. No sólo aprobaron el terrorismo: sus ideas inspiraron a los comunistas de Pol Pot a asesinar a dos millones de civiles inocentes en Camboya.

Los intelectuales y los profesores de siquiatría hablan como Christopher Plummer en los canales culturales de la televisión. La masa confía en lobos con piel de cordero que promueven una ciencia que ha sido aceptada acríticamente en la universidad. Pero como ha dicho Franco Basaglia, quien reformó algunos siquiátricos en Italia: «En un determinado momento tenemos que pensar que lo que nos enseñan en la universidad es una gran mistificación, es toda una delincuencia porque los delincuentes son los profesores, no los delincuentes. Yo siento que tengo derecho a hablar de esta manera porque soy profesor universitario y, está claro, me aplico a mí también la etiqueta y no tengo por qué tener inhibiciones».[11]

Pseudoscience in biological psychiatry y Blaming the brain le asestan un duro golpe a las bases conceptuales de la siquiatría biologicista. Este par de libros son ideales para sicólogos, doctores y hombres de ciencia. El médico honesto que los lea se percatará que en su universidad le enseñaron tonterías: todo lo relacionado con la psicopatología. Por ejemplo, el largo artículo de Alvin Pam que aparece en Pseudoscience, originalmente publicado en una revista siquiátrica, representó el despertar para Susan Kemker, una siquiatra del Hospital Central de Bronx en Nueva York que lo leyó y se percató que en su universidad la habían engañado (la confesión de Kemker se recoge junto con los artículos de otros profesionales en Pseudoscience).

La propaganda que hacen los farmácratas es tan ubicua que no sólo se enseñan mentiras en las facultades de medicina, sino que muy pocos saben que dentro de la profesión misma existe un grupo de disidentes. Por más de medio siglo Elliot Valenstein, profesor emérito de sicología y neurociencia en la Universidad de Michigan, ha estudiado a la siquiatría. En Blaming the brain (Culpando al cerebro) nos presenta una detallada arqueología sobre cómo surgió la ideología biorreduccionista cuando las fuerzas del mercado crearon la psicofarmacología, y cómo esta ideología fue aceptada en la matriz social. Blaming the brain trata de las principales drogas siquiátricas: desde la clorpromazina que inauguró toda una era de neurolépticos en 1954, seguido por el haloperidol y los más recientes atípicos hasta los más diversos antidepresivos, ansiolíticos y estabilizadores del ánimo. Una buena parte del estudio de Valenstein trata de la validez de las teorías siquiátricas sobre la esquizofrenia y la depresión que se idearon a partir del efecto de estas drogas. Valenstein nos muestra que la hipótesis de la dopamina como etiología de la esquizofrenia está infundada, y expone sus dudas sobre lo que se dice de Prozac, de la serotonina y del origen biológico de la depresión. Los últimos capítulos son fascinantes y a la vez deprimentes. Valenstein saca a la luz toda la política de la profesión médica y cómo la industria farmacéutica influyó en la investigación académica para venderle a la población una teoría científica como un hecho comprobado.

No recomendaría el libro de Valenstein a quien se inicia en la literatura sobre la Inquisición de nuestros días. Blaming the brain es un estudio que usa el lenguaje frío, técnico y aparentemente objetivo de la academia. A diferencia del libro que editaron Ross y Pam, Valenstein ignora el modelo del trauma y afirma que «no conocemos las causas de ningún trastorno mental». Incluso desde las primeras páginas de su libro Valenstein no expresa indignación al hablar de los infames tratamientos siquiátricos: la actitud opuesta a la de Szasz, Breggin, Masson y Modrow. No obstante, junto con Pseudoscience in biological psychiatry y el libro en español que a continuación reseñaré, el de Valeinstein es imprescindible para mostrar la falta de fundamento médico en el «modelo médico» de las perturbaciones mentales.


John Read, Loren Mosher y Richard Bentall: Modelos de locura: aproximaciones psicológicas, sociales y biológicas a la esquizofrenia (Barcelona: Herder 2006).

Modelos de locura es un tratado en que colaboraron veintitrés profesionales de salud mental. Aunque está dirigido a académicos, lo incluyo porque es uno de los pocos disponibles en castellano. Intenta mostrar que las ideas delirantes son comprensibles por aspectos del entorno del paciente, más que síntomas de una predisposición genética. El libro critica al modelo médico e ilustra el papel de las farmacéuticas; describe alternativas sin drogas, y apunta a cómo prevenir la psicosis. El primero de los veinticuatro capítulos se titula «La ‘esquizofrenia’ no es una enfermedad»; el último, «Intervención en un primer episodio de psicosis sin hospitalización ni fármacos».


Peter Breggin: Toxic psychiatry: why therapy, empathy and love must replace the drugs, electroshock, and biochemical theories of the «new psychiatry» (NY: St. Martin’s Press, 1994).

La búsqueda del santo grial de la biosiquiatría continúa en el nuevo siglo: aquella necia búsqueda de las causas de nuestros problemas familiares, sociales y económicos en nuestros cuerpos. Aquél que desee actualizar las referencias bibliográficas de los libros reseñados arriba puede hacerlo leyendo una revista de profesionales de salud mental que se especializan en rebatir las teorías siquiátricas biorreduccionistas: Ethical human psychology and psychiatry (originalmente creada por Peter Breggin con el título de Ethical human sciences and services). Confieso que, antes de sentarme a escribir este libro, estuve tentado a hacer una carrera de biólogo para contribuir a la crítica académica de la siquiatría ortodoxa en este fascinante campo. La biología es una verdadera ciencia, una ciencia exacta; y la estudié un tiempo en Inglaterra. Pero abandoné la carrera al percatarme que me sentiría mejor escribiendo sobre el trauma psicológico.

En los años setenta comenzó a resurgir la lobotomía en Estados Unidos. Lo que más admiro de Breggin fue su campaña heroica: una lucha prácticamente al solo contra sus colegas que promovían el resurgimiento de esta mutilación de almas. Breggin, graduado en siquiatría en Harvard en 1966, ha luchado a contracorriente en su profesión. Creó el Centro Internacional para Investigar a la Psiquiatría y a la Psicología a fin de oponerse al resurgimiento de la lobotomía.[12] Actualmente el centro se enfoca en denunciar la drogadicción siquiátrica de niños y adolescentes, acerca de la cual Breggin testificó en la Casa de los Representantes del Congreso de Estados Unidos en septiembre de 2000. A diferencia de los libros de Ross, Pam y Valenstein y el aburrido tratado mencionado arriba de esta reseña, los libros de Breggin son muy digeribles. Al final de Toxic psychiatry Breggin concluye: «El escenario que he presentado parece abrumador, sin embargo no es exagerado. La psiquiatría es una industria gigantesca, protegida por un monopolio estatal y promovida por un consorcio psicofarmacéutico con un poder de billones de dólares».[13] Aquél que crea que la depresión o cualquier desequilibrio emocional puede tratarse medicamentosamente debiera leer Toxic psychiatry u otros libros de Breggin, especialmente si se encuentra tomando algún psicofármaco.

El capítulo de Breggin sobre el electroshock causa shock en el lector: muestra que lo que le hicieron a Arriola es una práctica común en la profesión médica. También es impresionante el capítulo sobre la alianza de la siquiatría con las escuelas de medicina en las universidades, las compañías de seguros y de psicofármacos, los medios masivos de comunicación, algunas entidades del gobierno y asociaciones de padres como NAMI —todos menos el niño «identificado» por esa mafia.


Debates en las páginas web del abogado Douglas Smith y del sobreviviente David Oaks.

Pocas cosas iluminan más que un debate entre expertos sobre un tema controversial. En 2003 Mind Freedom, el grupo de sobrevivientes de la siquiatría mejor organizado del mundo, realizó una huelga de hambre en Pasadena, California. Este grupo le puso un ultimátum a la Asociación Psiquiátrica Americana (APA), a NAMI y a las oficinas del Inspector General de Sanidad (Surgeon General) en los Estados Unidos. Si alguna de estas organizaciones no le mostraba a los huelguistas un estudio científico que demuestre a ciencia cierta la biología de las perturbaciones del alma, rehusarían comer. Asesorados por un panel de científicos las preguntas concretas que hicieron los huelguistas fueron las siguientes:

1. EVIDENCIA QUE DEMUESTRE CLARAMENTE la validez de la «esquizofrenia», la «depresión» u otros de los «trastornos mentales principales» como enfermedades biológicas del cerebro.

2. EVIDENCIA DE UN EXAMEN DIAGNÓSTICO —como escaneos cerebrales, pruebas de sangre, de orina, de genes, etc.— que distinga confiablemente entre individuos con esos diagnósticos (antes de que les administren drogas siquiátricas) y los individuos sin esos diagnósticos.

3. EVIDENCIA DE UN ESTÁNDAR O LíNEA DE BASE de una personalidad «normal» neuroquímicamente equilibrada, contra la cual un «desequilibrio» neuroquímico pueda medirse y corregirse por medios farmacéuticos.

Los huelguistas incluyeron otras tres preguntas científicas en su pliego petitorio. El director de la APA respondió a estas preguntas aconsejándoles que leyeran libros de texto siquiátricos de miles de páginas; pero jamás señaló un solo estudio específico que contestara alguna de sus preguntas. NAMI hizo algo similar: en la carta que escribió su director eludió las preguntas ¡e invitó a los huelguistas a unirse a NAMI! El Inspector General de Sanidad ni siquiera se molestó en responder. Así que ninguno de los tres organismos contestó de manera sustancial a las preguntas: este fue el dictamen del panel de catorce médicos y científicos que evaluó la respuesta de la APA a los huelguistas.[14]

Un solo ejemplo ilustrará por qué los huelguistas derrotaron a estas influyentes instituciones de medicina y siquiatría.

Se recordará que el criterio para distinguir la enfermedad de la no enfermedad es el criterio de Rudolf Virchow: no existe la enfermedad en abstracto, sino solamente enfermedades de los órganos y de las células. A este criterio se le llama actualmente «marcador biológico» y cumple los requerimientos de una ciencia exacta, como las especialidades de medicina que no tienen que ver con la siquiatría. En los últimos años los siquiatras, que jamás han logrado demostrar la existencia de la enfermedad mental bajo el microscopio, han pretendido ampliar el criterio a fin de que comprenda a los síntomas y síndromes que ellos consideran posibles enfermedades. Por ejemplo, los siquiatras han estado presentando seudomarcadores biológicos, como lo que puede verse en aparatos de imágenes generadas por resonancia magnética (aparato MRI) o de tomografía por emisión de positrones (aparato PET). En la publicidad está de moda decir que estos aparatos muestran que la perfusión sanguínea se reduce en uno de los hemisferios cerebrales de la gente que sufre «depresión». Pero omiten aclarar que eso no significa que la perfusión sea la causa de tal déficit. Más bien, la profunda tristeza pudo haber causado el bajo flujo sanguíneo. Tan simple como eso.

Este es uno de los temas de un debate entre Douglas Smith, y lo ilustraré con el siguiente ejemplo. Cuando un asalto a mano armada en la calle nos causa pavor, el ritmo del pulso se acelera. Imaginémonos que un siquiatra biorreduccionista nos dijera ¡que el pulso acelerado causó el pavor y no viceversa![15] Los aparatos MRI y PET son los juguetes que tiene el Instituto Nacional de Psiquiatría en México para dar la imagen al público de que la siquiatría es una ciencia médica. Pero la realidad es que, sin que yo se lo preguntara, en la visita guiada al instituto el director Heinze me confesó en los mismos cuartos de esos aparatos que lo que medían: «No es un marcador biológico» según sus propias palabras. La carencia de marcadores biológicos en la profesión explica que la APA no esgrimiera los escaneos ante los huelguistas. Eso sí: los escaneos nos inundan en el sistema mediático. Diagramas artísticos aparecen en Scientific American: una revista que publica artículos de ciencia siquiátrica tan poco veraces como los de Pravda en la antigua URSS.[16]


Robert Whitaker: Mad in America: bad science, bad medicine, and the enduring mistreatment of the mentally ill (Cambridge: Perseus, 2001); y los mejores libros de Foucault y Szasz.

Para obtener un conocimiento profundo sobre algo es necesario conocer su historia. Estuve tentado a incluir en estas lecturas recomendadas la Historia de la locura de Michel Foucault, pero debido a la oscuridad de la prosa en gran parte de sus novecientas páginas prefiero recomendar literatura sobre historia siquiátrica escrita por no pedantes.

De los libros de Szasz que han sido traducidos al español, creo que La fabricación de la locura debe ser el punto inicial para que el hispanohablante aborde el pensamiento szasziano, y no El mito de la enfermedad mental. En cuanto a didacticismo encontré a este último libro, que muchos consideran la obra magna de Szasz, muy malo. El mito de la enfermedad mental fue el segundo libro de Szasz crítico de su profesión y, con la excepción de algunos capítulos, la concepción del libro es demasiado sofisticada para un tema tan importante: legado de la pedantería filosófica europea. Además, El mito de la enfermedad mental confundió a sus lectores dando la equivocada impresión de que Szasz no cree en la existencia de las conductas que consideramos trastornos mentales. Con el tiempo Szasz escribió libros más didácticos y su postura sobre el mito de la enfermedad mental comenzó a dilucidarse, pero el daño de su sofisticada retórica original estaba hecho. La fabricación de la locura sigue siendo tediosa en muchos pasajes, especialmente en la versión en inglés (la traducción de este libro por la editorial Kairós es una versión abreviada del original). No obstante, tiene muchas otras páginas que contienen el tipo de información que asombra a quienes no sabíamos nada de la siquiatría y nos enfrentamos, por vez primera, a un manifiesto que nos despierta a la realidad. A diferencia de Foucault, que en su carrera de filósofo pedante escribió en un estilo cada vez más oscuro, con los años Szasz escribió en un estilo cada vez más claro, como puede verse en El mito de la psicoterapia, también disponible en castellano. Pero no deja de impresionarme el hecho que cuando un auténtico escritor, más que un filósofo, escribe algo sobre la siquiatría, la Inquisición de nuestros días puede apreciarse a toda luz.

Tal es el caso de la prosa de Robert Whitaker en Mad in America. Whitaker ha escrito el libro más leíble y dilucidador sobre la historia de la siquiatría norteamericana. Cierto que Whitaker no tiene la experiencia de Szasz, quien ha escrito una veintena de libros sobre el tema a lo largo de cuarenta años. Pero es tal la fama de El mito de la enfermedad mental de Szasz y de Historia de la locura de Foucault, publicados a principios de los 1960, que un estudio en un inglés tan literario como el de Mad in America es bienvenido. Es muy refrescante leer a Whitaker: la antítesis estilística de los posmodernistas y de un Foucault. Ningún otro libro nos muestra con mayor elocuencia el daño que causan los neurolépticos y las bondades de las Soteria Houses para la gente en crisis psicóticas que este libro. Whitaker también nos explica cómo la Asociación Psiquiátrica Americana se volvió títere de las compañías de drogas. En México muchos creen que los estadounidenses son muy escrupulosos en el manejo de fármacos para el consumo público. En el último capítulo Whitaker expone lo increíblemente corrupta que se encuentra la política médica en nuestro vecino país. Expone las bribonadas de las que se han valido las compañías de drogas para que las más influyentes revistas de ciencia médica escriban artículos en pro de sus productos. Pero el dato de Mad in America que más me asombró es que la gente severamente trastornada puede mejorar, e incluso recuperar la cordura, mediante un trato humanitario —¡sin médicos! Whitaker ilustra este punto con el tratamiento no médico de los cuáqueros decimonónicos y el proyecto de las Soteria Houses inspiradas en la labor de Loren Mosher (vale decir que el famoso edificio Kingsley Hall en Londres le fue prestado a Laing por los cuáqueros). Las siguientes fueron las palabras finales de la única conferencia que Thomas Szasz impartió en México:

El electrochoque, la lobotomía, no son ningún tratamiento. Digo esto, como ya lo expliqué, porque si no existe una lesión corporal no hay una enfermedad que tratar; y si no hay paciente voluntario, no hay paciente que tratar. Por uno o por los dos aspectos los tratamientos psiquiátricos —en contraste con los tratamientos médicos o quirúrgicos— no son verdaderos tratamientos, tan sólo se asemejan a ellos […].

Son castigos, controles sociales, torturas, encarcelamientos, envenenamientos, mutilaciones cerebrales. Pero ya que todo tiene lugar bajo auspicios médicos parece correcto a la mentalidad contemporánea, al igual que las coerciones y brutalidades en nombre de la iglesia parecían correctas a las mentalidades medioevales. Entonces la gente creía en la Inquisición. Ahora cree en la psiquiatría. Se piensa que la abolición de la Inquisición fue algo bueno. Pienso que la abolición de la psiquiatría involuntaria sería algo bueno.

Muchas gracias.[17]

Al momento de escribir no hay, que yo sepa, un solo profesor que se exprese así del modelo médico en ningún departamento de siquiatría del mundo. Desde que Szasz publicara sus primeros libros críticos de la siquiatría fue reprimido junto con otros profesores que se salían de línea.[18] Ninguno de estos siquiatras críticos de su profesión pudo dar clase ni tener alumnos en la Universidad de Siracusa. La disidencia interna de la academia no tuvo seguidores, y ningún estudiante de siquiatría fue instruido en la alternativa al modelo médico. A lo largo de las cuatro décadas subsecuentes de la represión a Szasz y sus colegas, esta política ha dado la impresión que el único modelo válido para entender las psicosis es el modelo médico de la siquiatría involuntaria. En la universidad no puede enseñarse otro.

Desconocer la obra de los críticos de la siquiatría que recomiendo en estas lecturas me recuerda al ruso que desconocía el Archipiélago Gulag antes de la glasnost. En otras palabras, querer entender a nuestras sociedades sin leer a estos autores es como querer entender a las sociedades comunistas sin leer a Solyenitsin, Koestler, Popper o Kolakowski. Los libros que he estado reseñando podrían entenderse como un tour de force para despertarnos. Szasz, por ejemplo, ve un mal que muy pocos podemos ver. Sus revelaciones debieran discutirse en los parlamentos y en las cámaras de diputados y senadores; en las cátedras universitarias de medicina, ciencias políticas, sociología, filosofía y derecho; en los cafés e incluso en la soledad de nuestras conciencias. Lo que fue Voltaire en el siglo XVIII y John Stuart Mill en el XIX, lo ha sido Szasz en el siglo XX y principios del XXI: el luchador incansable de la tolerancia y de la libertad individual que no afecta a los demás. La única diferencia es que a Szasz no se le ha leído tanto como a Voltaire o a Mill. Si los libros más importantes de estos dos últimos son el Diccionario filosófico y Sobre la libertad, yo recomendaría Pharmacracy, como el mejor de los libros de Szasz publcado en el nuevo siglo.

Gracias a estos luchadores no he perdido la fe sobre la etapa bárbara en la que la humanidad se encuentra. La guerra sin cuartel que han librado contra la intolerancia ha sido un ejemplo a seguir.

Écrasez l’infâme!


Referencias

[1] Doug Vaughn: «Control the language; control the world» – reseña de 1984 que leí en Amazon Books, 8 diciembre 1999.

[2] Anti-Freud, pp. 109 & 131.

[3] George Orwell, citado en Jeffrey Meyers: Orwell: La conciencia de una generación (Ediciones B, 2002), p. 327.

[4] En las traducciones disponibles el apéndice a 1984 aparece como «Los fundamentos de la neolengua». Al momento de escribir esta nota, Anti-Freud no ha sido traducido al español. El mito de la psicoterapia —cuyo subtítulo La sanación mental como religión, represión y retórica fue omitido en la traducción— también toca el tema de la nuevahabla siquiátrica; aunque la editora que lo publica sólo lo distribuye en México.

[5] Robert Baker: Mind games, p. 223.

[7] Masson: Juicio a la sicoterapia, p. 262. En la traducción al español del libro de Masson fue muy desacertado incluir el prefacio de un siquiatra.

[8] Debo decir que veo un problema con esta biografía. Breger no parece percatarse de que la siquiatría es una falsa ciencia (véanse las páginas 115, 143, 287ss, 293, 330, 361 y 542).

[9] Pseudoscience, p. 7.

[10] Marie Beynon Ray, citada en Whitaker: Mad in America, p. 90.

[11] Basaglia y otros: Razón, locura y sociedad (Siglo XXI México), p. 22.

[12] Puede obtenerse información sobre el International Center for the Study of Psychiatry and Psychology, que publica el EHSS, en http://www.icspp.org.

[13] Toxic Psychiatry, p. 370.

[14] El panel de médicos y científicos que evaluó las respuestas a los huelguistas estuvo compuesto, en orden alfabético, por Fred Baughman, Peter Breggin, Mary Boyle, David Cohen, Ty Colbert, Pat Deegan, Al Galves, Thomas Greening, David Jacobs, Jay Joseph, Jonathan Leo, Bruce Levine, Loren Mosher y Stuart Shipko.

[15] Aunque presentado de manera más técnica, la confusión siquiátrica de causa con efecto también es uno de los temas centrales de los libros de Valenstein, de Read y otros, citados en estas lecturas recomendadas.

[16] En la reciente edición del libro de Modrow se refutan los alegatos siquiátricos sobre los escaneos cerebrales.

[17] Basaglia y otros: Razón, locura y familia, pp. 94s.

[18] Véase Ron Leifer: «The psychiatric repression of Dr. Thomas Szasz and its implications for modern society» en Review of existential psychology and psychiatry, 23, pp. 85-114.

Published in: on May 16, 2009 at 2:22 pm  Comments (2)  

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2 comentariosDeja un comentario

  1. […] bien, en mis reseñas de los libros de Jeffrey Masson y Susan Forward había escrito que el 99.9 por ciento de las […]

    • …y recuerdo cuando en derecho penal nos hablaban del «trastorno mental transitorio» (y tipificado en el código, es decir, sentenciado). Y yo me preguntaba qué era un trastorno y quién coño decidía que era «transitorio»…Me sonaba todo a surrealismo puro (y estando en un aula universitaria).


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